Tanto andamos desde aquel arroyo hacia la colina que nuestras piernas flaqueaban despavoridas. La grava a cada paso se
volvía más y más intangible pero caminábamos
anhelantes. Flotábamos ante aquel magnífico ocaso y vimos, de repente, cómo esos pasos ascendentes tornaban el suelo en un
gigante vacío de fondo infinito tan hermoso. Quizá, pensamos, las tierras y las aguas sí son nuestras.