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19 de abril de 2016

El Esclavo que Conoce

      Hacia algún lugar de extraordinaria estación y de excelentes disposiciones soy dirigido, remitido, pero no quiero ir. -¿Por qué he de ser, desdicha, tal reincidente prisionero?- La causa aparece incierta y el acto en sí mismo repentino, cual invisible trompazo. Recuerdo que, alguna vez, me dijeron que la libertad está asegurada, que incluso nos la describen, nos cuentan su ser, pero ¿no cree que, acaso, no encierra eso en sí mismo una trampa? Las trampas nos atrapan y estar atrapados nos priva de libertad, al menos de la que nos mencionan. Es por eso que no quiero ir.

      Observo dentro de aquel impecable lugar y noto que uno mismo se vuelve una infección, algo que no está bien, -¿será debido a nuestros defectos que, como siempre, vienen por defecto?-. De alguna manera -siempre también- ante tanta magnificencia nos valemos de tétricas ideas e irresolubles incógnitas. Resulta inútil e incluso absurdo entonces. La finalidad misma de estar ahí está tan carente, tan vacía, que da pena, causa un dolor, aún insignificante, molesto y gris; apenas si tiene otro c-olor. Es por eso que no quiero ir.

      Pero más allá de ésto, lejos de ella (la dimensión), todo es similar, si no más triste.

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